Allí
estaba Clint
con esa
mirada de araña
con un
cigarro apagado en el labio,
surcado
de filmografía.
Estaba al
otro lado de la calle
y me
miraba como a un muerto.
Noté un
líquido cálido
que
bajaba por la rodilla
al
comprobar que no había nadie,
todos
estaban tras las cortinas
o tras
las ventanas
cepillando
caballos en el establo;
borrachos
en el saloon,
fornicando
con escandalosas mujeres,
afeitando
con navajas desportilladas,
despachando
libras de clavos y zarzaparrilla,
explorando fistulas y
gangrenas,
buscando
recompensas,
y yo allí
a punto
de sol,
mirando
de frente a Clint
mucho más
rápido que yo,
cubierto
por esa manta polvorienta
con
espuelas de montar dinosaurios,
con las
piernas entreabiertas
y
escupiendo su alma al suelo.
Empecé a
rezar:
Jerónimo
que estás en los cielos,
Toro
Sentado de los grandes prados.
Cochise ,
Caballo Loco
todos los
santos de las reservas.
Y Marylin
Monroe apareció en el porche
con el
vuelo hongo de su falda,
arrojó un
gran saco al suelo.
Clint la
observó y se acercó
sin
separar la vista de mi sombra
recogió
el saco examinándolo lentamente,
me miró
con un cascabel en los ojos,
y aunque
no era su tipo
subió a
Marilyn en la grupa,
delante
de él
justo
donde todos quisiéramos estar,
y dio
media vuelta.
Escupí al
suelo;
me cayó
en la camisa.
La muerte tenía un desprecio.
La muerte tenía un desprecio.
1 comentario:
Enhorabuena.
Tus últimos poemas son hermosos, muy buenos.
Dos besos
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